La actividad principal era el cultivo de la tierra; el maíz
constituía el centro de su actividad económica, aunque también cultivaban yuca,
papas, batatas, raíces de apio, frijoles; entre las frutas cultivaban
aguacates, guayabas, piñas, guamas; como animales mantenían paujiles, la pava,
papagayos, guacamayas, curíes, venados y conejos. También disfrutaban de la miel de abejas
criadas en los árboles.
En las labores del cultivo, el hombre preparaba el terreno y
la mujer realizaba la siembra y cuidaba de la sementera, pues el hombre debía
atender otras cosas como la caza, la pesca, la construcción y ocasiones la
guerra.
Vale acá la oportunidad para insertar un pequeño documento
reconstructivo del pasado prehispánico de estos pueblos, del historiador Silvano
Pabón Villamizar, abstraído de información etnográfica de primera mano, como la
Crónica de Indias, fuentes documentales primarias, interpretaciones e
inferencias a pueblos referentes como los muiscas, sus parientes más cercanos.
En él se puede presentir una imagen y vivencias, casi poéticas, de una
formación y armonía entre los seres humanos, la vida y la naturaleza; documento
importante conocer como legado de esos nuestros ancestros, los Chitareros:
¡Fecundad la
tierra como a vuestras mujeres!
“Los chitareros,
prehispánicos pobladores de "Sierras Nevadas" o montañas andinas
nororientales, tenían, como sus parientes del Altiplano (los muiscas), el mito
de la "fecundidad y la siembra", elemento que les permitía mediante
su actualización ritual el establecimiento de una relación mágico-religiosa con
la "Madre-Tierra".
Así, en un filial
respeto con la Naturaleza este hombre advertía su papel como agente portador de
la semilla que engendraría la vida en el seno de la madre. La interioridad de la mujer y las entrañas de
la tierra fueron sentidas como una misma realidad con respecto a la vida, la
procreación, los frutos que garantizaban la subsistencia.
La tierra como la
mujer, se preñaban para que diera fruto. El acto de la cópula y agricultura
como faena comunitaria recreaba sus orígenes, hacía carne y fruto su
racionalidad terrena y cosmogónica, fortalecía la vida y garantizaba la unidad
social y supervivencia del pueblo.
Las comunidades
chitareras dispersas a lo largo de los intrincados valles de la Cordillera
Oriental, solían en tiempos prehispánicos reunirse a manera de
"minga" para hacer sus "rozas" (huertas) para la siembra de
sus "turmas de la tierra" (papa) y maíz, sus principales sementeras.
Aunque
materialmente lo que interesaba era la siembra, en realidad estas prácticas
permitieron la verificación de un gran ritual, la actualización del mito de la
fecundidad, racionalidad profunda de la vida.
Cuatro días
duraba la fiesta. Hombres, mujeres, jóvenes y adolescentes, "pobres y
ricos", todos participaban.
Mientras se trabajaba la tierra se tomaba chicha en grandes cantidades,
se comía abundantemente todo lo disponible (aportado por todos). A fin de cuentas la madre tierra lo provee;
incluso se comía venado, de vedada caza y privilegio de caciques, mohanes e
indios principales.
En lo más álgido
del proceso integrador comunitario, se estaba en armonía con la mujer y sus
formas, las que se hacen volubles como la naturaleza que es tierra.. Esta
última sobre todo despierta en este hombre merecida y profunda espiritualidad
como correspondencia. Mujer y tierra acuden en un mismo acto en la fecundación.
Entre cánticos y la sublimidad del placer, el amor y la libido compartida sin
reparos ni ataduras conyugales, los hombres amaban a sus mujeres y las tomaban
y abrigaban entre los surcos, entre la tierra, sobre las semillas, sobre los
campos que habrían de tapar y alimentar los frutos. Es esa la obligación y función de los
hombres, enseminar lo fértil. Las mujeres han recordado la tierra, por la
fertilidad de sus entrañas. Sus hijos brotarán de ellas como los maíces para la
chicha y las papas del alimento diario.
Complementa este
cuadro el profundo y místico sentimiento que el indígena guarda al agua,
elemento de la misma tierra, símbolo de misterio y sobrenatural poder,
especialmente en los taciturnos paisajes paramunos de grandes lagunas, muy
comunes en estas latitudes.
El agua, elemento
también fecundante de la vida, era identificada como la madre de la
agricultura, puesto que bajo sus auspicios reverdecían los campos y frutos,
manaban las flores y abundaban las cosechas.
De hecho, si bien se concebía como imprescindible la misión fecundadora
del hombre como materialización de género, en realidad se era consciente que la
Madre-Tierra lo hacía todo, pues ella contiene el agua.
Así, el contenido y significado social
de este ritual es amplísimo. En él se materializa una equitativa redistribución
de excedentes. Se reivindica el carácter de homogeneidad étnica estrechando los
lazos de unidad entre amigos y parientes, permitiendo de paso, una mejor
composición genética en grupos humanos muy cerrados o aislados”
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